PARA APAGAR EL CIGARRILLO
Pobre señora
Davis. Bajo ese paraguas negro, en el que como flechas las gotas caían. Vestía
como siempre aquella gabardina y sus medias negras, con zapatos de tacón del
mismo color. Siempre aquella cara. Aquel pelo rubio rizado canoso, cortado
hasta los hombros. Ojos negros y absorventes, que le daban a uno la impresión
de que estaba encerrado en un cuarto oscuro sin salida. Aquella boca tan caída,
como un gesto de tristeza típico del teatro. Pintada de aquel rojo poco
llamativo. Las arrugas estaban esparcidas por su cara, blanca como el marfil.
Veía a la gente
apresurada caminando. La mujer con sus dos niños, con bolso de piel de
cocodrilo, cabeza altiva y orgullosa, a pesar de no poseer una belleza
impactante. Los niños no eran tampoco querubines. Aquel era repelente,
repitiendo constantemente burlas a su hermana. La niña, obviamente harta,
lloraba y agarraba del abrigo de visón a su madre, suplicando un castigo para
su hermano.
Aquel señor con
sombrero negro, sin paraguas, con paso decidido, maletín negro de piel,
elegantemente vestido, con cara simpática, hollo en la barbilla y sin una sola
mota de vello en la cara. Saludó con sonrisa pícara, dibujando dos hollos en
sus mejillas, a la señora Davis, quien sorprendida de esa sonrisa tan
encantadora, devolvió amablemente el saludo. Al instante, el señor, pasó
delante de ella y desapareció su sonrisa. Parecía haber olvidado lo hecho.
Davis se sintió extrañada de aquella conducta y su boca, bajó aún más.
Aquella pareja de
jóvenes, besándose con pasión, junto a la farola polvoriente. Felices parecían
y lo eran.
Esa joven pasó
rápido. Lloraba sin pausa. Cubría su rostro con sus manos que temblaban. Davis,
sintió compasión y se acercó a ella, con ánimos de consolarla. La chica no notó
siquiera su presencia y continuó su camino.
Por último, esa
pareja de ancianos, cogidos del brazo, sin dirigirse la palabara. Rostros
arrugados, con marcas de la vida. Aquel sombrero pequeño que llevaba el señor y
su bastón de madera clara, le hacían bastante divertido. La anciana con gafas
redondas y pelo rizado blanquecino como nieve, le daban un aspecto agradable.
Pronto, entre sonrisas, reanudaron una conversación que posiblemente habían
abandonado por no se sabe cuál motivo, minutos antes de pasar frente a la Sra.
Davis. Esto, la hizo sonreír tristemente. Qué extrañas eran las parejas de
ancianos para ella.
Entre esa lluvia
y esa gente, Davis estaba sola. Su cigarrillo la mantenía en pie. Miró al
cielo. Aparte de ver palomas y humo negro como la tinta, vio lágrimas perderse
con las suyas. El sol se podía ver brillante, aunque se escondía entre las
grises nubes. Volvió a mirar la dirección de la calle por la que pasaron estas
personas tan singulares aunque a su vez peculiares y gritó de alegría. Vio a
ese hombre, con sombrero gris estilo Fedora, con unos pantalones elegantes de
un color negro oscuro. Su sonrisa calentaba el día, sus ojos lo alegraban.
Extendió sus brazos, en ademán de abrazar. Su sombra clara y brillante, su
imagen divina. Lanzaba las flechas de Cupido a los caminantes y enamoraba a la
mismísima Afrodita. El sol se apagaba junto a él y la luna se ennegrecía.
Davis, dejó que unas lágrimas escaparan, pero esta vez, expresando alegría. Su
boca cambió. Parecía una típica sonrisa de actriz de cine.
Mas ese hombre no
pasó frente a ella. Su marido, no cruzó el paso de cebra. Desapareció como lo
hace el sol, a la hora de acostarse. Su brillo desapareció, se esfumó en el
viento. Davis lloró. Pero lágrimas de tristeza. Su boca se derrumbó de nuevo.
Debía acabar con todo aquello. Borró sus recuerdos como pudo, secó sus lágrimas
y apagó su tercer cigarrillo. Observó de nuevo la calle. La lluvia seguía con
toda su energía. Dos personas más pasaron y la calle quedó vacía. Davis estaba
sola. Junto a esa farola, en la que alguna vez había besado felizmente. Miró
con sus ojos semicerrados, esa soledad. No había espaco para tan poco en su
corazón. Suspiró.
Todas las
mañanas, esperaba al mismo hombre, en el mismo lugar, miraba la misma gente
pasar, junto a esa farola frente al bar. Todas las tardes solía llorar, al no
ver al hombre llegar. Todas las noches, esperaba a la Muerte, a quien pronto
iba a visitar. Paciencia.
Pero esa tarde,
pensó en el final. Se acabaron sus ganas de esperar, sabiendo que él no iba a
llegar. Sus miembros heridos por el frío de las gotas al caer, hartos estaban
de esperar, para dar amor, abrazar, sentir de nuevo aquel ser que en el pasado
tuvo que fallecer.
Ese dolor que
sentía, de repente, desapareció. Suspiró y volvió a hacerlo. Cerró el paraguas,
apagó el cuarto cigarrillo y caminó hacia su portal. Ya lo había decidido.
Tenía que dejar de pensar en ello. Pero, ¿después de años iba a dejarlo
ahora?No. Como todos habremos hecho alguna vez, intentó olvidar y renacer. Pero
nunca se olvida, aunque se empieza. Pero no se termina. Cuando entró en su
apartamento, fue empujada por su sufrimiento. No tuco fuerzas, ni quiso
levantarse. “Adiós, señora Davis”- dijeron la madre, los niños, los ancianos,
el señor del maletín y los enamorados al mismo tiempo. El sol anaranjado se
acostó. Esta vez para siempre.
Pobre Sra. Davis,......... desde luego me has impresionado, tus descripciones son muy cinematográficas, sigo leyendo.
ResponderEliminarEnhorabuena
Un abrazo
carolina
Muy bonito el nombre del blog y la estética
ResponderEliminarHola, Carolina.
ResponderEliminar¡Siento mucho no haber respondido antes! No pude meterme en mi blog estos días. Muchísimas gracias por los comentarios. Debes saber que este blog está dedicado especialmente a ti. ¿Qué tal está Rainer?
¡Un abrazo a los dos!
Louis.