martes, 22 de mayo de 2012


EL ESTADO DE TOOLE
La señora Toole no era muy dada a salir de su casa. Era una de esas ancianas que no soportan la luz del día, que les recuerda a la vida. Una de esas señoras que no soporta el diálogo de personas que han vivido, al igual que ella. Era una señora encerrada. Apenas salía de su casa. Ochenta años saliendo de su casa. Es una actividad aburrida. Solo salía para ir a comprar lo necesario, como la comida. Gustaba de quedarse sentada en un sillón verde, un poco raído, espacioso, cómodo. No hacía nada más. Ni siquiera contemplaba la habitación, ni le agradaba recordar tiempos pasados en los cuadros o muebles. Es más, lo detestaba. Fijaba su mirada en un punto de la habitación, fuera el que fuera, y se apoyaba en él. Es decir, no lo contemplaba. Solo era un sostén para sus ojos. Un instrumento para mantenerlos ocupados mientras pensaba. Apretaba los labios y levantaba la cabeza. No hacía más. Si una persona hubiese entrado en esos momentos, no hubiese sabido si estaba viva o muerta. Su expresión estaba muerta, pero su presencia autoritaria demostraba vida. Un muerto no demuestra autoridad, solo pena o alegría. La señora Toole imponía su autoridad sobre el silencio de la sala, silenciándolo aún más. No quería escuchar. No quería sentir. Era un ser inerte pero no ciego. Podría pensarse que la señora Toole deseaba la muerte. Pero es todo lo contrario. Toole se aferraba a la vida al igual que a su sillón. No quería vivir ni morir. Siempre buscamos una solución: vivir o morir. Algunos prefieren permanecer en vida y sufrir. Otros son más curiosos y gustan de tumbarse y contemplar mediante una visión desconocida. La señora Toole estaba cansada de obligarse a elegir, entre dos cosas que no la complacían. Toole permanecía en su sillón sin querer vivir ni morir. Desde principios de la Historia se han hecho elecciones entre vida y muerte. Al principio del juego, gana la vida. En mitad del juego, no hay un ganador habitual. Al final del juego, gana la muerte. Es un juego complicado y todos deben jugar. La señora Toole rompió las normas y siguió su propio camino. Toole era un ser diferente. No vivía ni moría. ¿Cómo consideramos el intermedio de una obra de teatro o de una ópera? No permaneces en la obra, pero no estás fuera de ella. Eso sí, se define con la palabra entreacto. El estado de Toole aún no se ha definido. Es la llegada de un artista que revolucionaría el mundo y que jamás se llega a conocer. Grandes escritores, mayores que Shakespeare o Cervantes, que no tuvieron ocasión de vivir ni de mostrar al mundo sus escritos. Solo son sombras en la Historia, que por más que se intente, no se van a iluminar. El estado de Toole, que es como lo defino yo, es ese artista del que he hablado antes. Pero, solo yo lo conozco. Nadie más. La señora Toole ya ha muerto y con ella su logro, su trabajo, su estado. Ha desaparecido. Nadie lo tuvo aparte de ella. Nadie sentirá lo que ella tuvo. Conozco ese misterio, pero nunca lo entenderé. Porque tarde o temprano, también moriré.

miércoles, 2 de mayo de 2012


PARA APAGAR EL CIGARRILLO
Pobre señora Davis. Bajo ese paraguas negro, en el que como flechas las gotas caían. Vestía como siempre aquella gabardina y sus medias negras, con zapatos de tacón del mismo color. Siempre aquella cara. Aquel pelo rubio rizado canoso, cortado hasta los hombros. Ojos negros y absorventes, que le daban a uno la impresión de que estaba encerrado en un cuarto oscuro sin salida. Aquella boca tan caída, como un gesto de tristeza típico del teatro. Pintada de aquel rojo poco llamativo. Las arrugas estaban esparcidas por su cara, blanca como el marfil.
Veía a la gente apresurada caminando. La mujer con sus dos niños, con bolso de piel de cocodrilo, cabeza altiva y orgullosa, a pesar de no poseer una belleza impactante. Los niños no eran tampoco querubines. Aquel era repelente, repitiendo constantemente burlas a su hermana. La niña, obviamente harta, lloraba y agarraba del abrigo de visón a su madre, suplicando un castigo para su hermano.
Aquel señor con sombrero negro, sin paraguas, con paso decidido, maletín negro de piel, elegantemente vestido, con cara simpática, hollo en la barbilla y sin una sola mota de vello en la cara. Saludó con sonrisa pícara, dibujando dos hollos en sus mejillas, a la señora Davis, quien sorprendida de esa sonrisa tan encantadora, devolvió amablemente el saludo. Al instante, el señor, pasó delante de ella y desapareció su sonrisa. Parecía haber olvidado lo hecho. Davis se sintió extrañada de aquella conducta y su boca, bajó aún más.
Aquella pareja de jóvenes, besándose con pasión, junto a la farola polvoriente. Felices parecían y lo eran.
Esa joven pasó rápido. Lloraba sin pausa. Cubría su rostro con sus manos que temblaban. Davis, sintió compasión y se acercó a ella, con ánimos de consolarla. La chica no notó siquiera su presencia y continuó su camino.
Por último, esa pareja de ancianos, cogidos del brazo, sin dirigirse la palabara. Rostros arrugados, con marcas de la vida. Aquel sombrero pequeño que llevaba el señor y su bastón de madera clara, le hacían bastante divertido. La anciana con gafas redondas y pelo rizado blanquecino como nieve, le daban un aspecto agradable. Pronto, entre sonrisas, reanudaron una conversación que posiblemente habían abandonado por no se sabe cuál motivo, minutos antes de pasar frente a la Sra. Davis. Esto, la hizo sonreír tristemente. Qué extrañas eran las parejas de ancianos para ella.
Entre esa lluvia y esa gente, Davis estaba sola. Su cigarrillo la mantenía en pie. Miró al cielo. Aparte de ver palomas y humo negro como la tinta, vio lágrimas perderse con las suyas. El sol se podía ver brillante, aunque se escondía entre las grises nubes. Volvió a mirar la dirección de la calle por la que pasaron estas personas tan singulares aunque a su vez peculiares y gritó de alegría. Vio a ese hombre, con sombrero gris estilo Fedora, con unos pantalones elegantes de un color negro oscuro. Su sonrisa calentaba el día, sus ojos lo alegraban. Extendió sus brazos, en ademán de abrazar. Su sombra clara y brillante, su imagen divina. Lanzaba las flechas de Cupido a los caminantes y enamoraba a la mismísima Afrodita. El sol se apagaba junto a él y la luna se ennegrecía. Davis, dejó que unas lágrimas escaparan, pero esta vez, expresando alegría. Su boca cambió. Parecía una típica sonrisa de actriz de cine.
Mas ese hombre no pasó frente a ella. Su marido, no cruzó el paso de cebra. Desapareció como lo hace el sol, a la hora de acostarse. Su brillo desapareció, se esfumó en el viento. Davis lloró. Pero lágrimas de tristeza. Su boca se derrumbó de nuevo. Debía acabar con todo aquello. Borró sus recuerdos como pudo, secó sus lágrimas y apagó su tercer cigarrillo. Observó de nuevo la calle. La lluvia seguía con toda su energía. Dos personas más pasaron y la calle quedó vacía. Davis estaba sola. Junto a esa farola, en la que alguna vez había besado felizmente. Miró con sus ojos semicerrados, esa soledad. No había espaco para tan poco en su corazón. Suspiró.
Todas las mañanas, esperaba al mismo hombre, en el mismo lugar, miraba la misma gente pasar, junto a esa farola frente al bar. Todas las tardes solía llorar, al no ver al hombre llegar. Todas las noches, esperaba a la Muerte, a quien pronto iba a visitar. Paciencia.
Pero esa tarde, pensó en el final. Se acabaron sus ganas de esperar, sabiendo que él no iba a llegar. Sus miembros heridos por el frío de las gotas al caer, hartos estaban de esperar, para dar amor, abrazar, sentir de nuevo aquel ser que en el pasado tuvo que fallecer.
Ese dolor que sentía, de repente, desapareció. Suspiró y volvió a hacerlo. Cerró el paraguas, apagó el cuarto cigarrillo y caminó hacia su portal. Ya lo había decidido. Tenía que dejar de pensar en ello. Pero, ¿después de años iba a dejarlo ahora?No. Como todos habremos hecho alguna vez, intentó olvidar y renacer. Pero nunca se olvida, aunque se empieza. Pero no se termina. Cuando entró en su apartamento, fue empujada por su sufrimiento. No tuco fuerzas, ni quiso levantarse. “Adiós, señora Davis”- dijeron la madre, los niños, los ancianos, el señor del maletín y los enamorados al mismo tiempo. El sol anaranjado se acostó. Esta vez para siempre.

LA CORONA DEL REY
Estaba sentado, en mi silla anaranjada, frente a un rape frío y fresco como el hielo. Recuerdo como si la viese ahora mismo con mis propios ojos, una noche veraniega, en la que el calor dominaba la ventisca que entraba por una de las ventanas de mi comedor. Suave se oía el viento, brillantes se veían las estrellas, pero frío me sentía.
Como una luz apagada y encerrada que jamás saldrá de su encierro, estaba sentado sin apenas degustar el pescado tan repugnante que se mostraba ante mí. 
Mi mirada se fijó de en un espejo. Vi una figura blanca como el talco, lúgubre como un fantasma y apenada como un alma errante sin destino. Aguzando bien el oído, pude percibir ciertos sonidos provenientes de un lugar seguramente cercano, pero de un sonido lejano como el eco. Me di cuenta de que aquellos sonidos eran un lamento. Como todo ser humano, intenté deshacerme de la idea e inútilmente olvidar ese supuesto sonido tan frívolo y desagradable.
Aunque todo ser u objeto descrito anteriormente se ha calificado de frío, la temperatura era ardiente como el magma. Mas poco a poco, el aire se volvió helado como un glaciar entero. Sobre todo, oíase aún aquel lamento tan detestable.
Paralizado me quedé como se queda alguien cuando fallece. Ese lamento era extraño. No concordaba con nada. Mis vecinos no suelen reproducir esas escenas. En realidad, no tengo vecinos. Ese lamento, a medida que pasaba el tiempo fue siendo en mi cabeza varias cosas desde el “tic-tac” del reloj hasta los ladridos de un can deprimido y alejado del mundo. Finalmente, supe que era agua. Agua que caía como lágrimas. “Una fuente llorona”, pensé. Mas no tengo fuente en el jardín. De improviso, esa agua chorreó como lava de un volcán, vivaz y energéticamente. Noté mi mano temblar, al acercarla hacia la copa de cristal, con apenas dos gotas de vino.
Miedo. Miedo sentí. Desearía ser el Sol y esconderme detrás de la monumental Luna. Indefenso me sentí. Me gustaría ser la fiera frente al gladiador, con coraje y defensa.
Pasó a ser un tintineo, escalofriante, claro. Sonaba en la madera. Me fijé en una vela, posada en la larga mesa de invitados que tenía, que acogió sólo a su dueño en toda su dichosa vida. La cera se acababa, caía como lágrimas. La luz que emitía, disminuía.
Me puse aún más pálido. En el rape chorreaba esa agua magmática y rojiza. Era sangre, proveniente de mi vientre. Comprendí por fin que aunque llamase a mis vecinos, nada sucedería. Ellos son odiosos. No harían nada por mí.
Volví a mirar débilmente la imagen en el espejo. Esos ojos negros y profundos, tez blanca como la nieve, labios sin vida, que besaban por última vez, a su nueva amiga, la muerte. Observé ese cuchillo bañado en oro, que tan feliz quise que me hiciera y que jamás llegó a acabar una simple comida. Observé a duras penas, el ojo del rape. Ese pescado tan extraño y con aspecto espectral, miraba a algún lugar, indefenso y miedoso. ¡Qué quieres decirme!, pude gritar al rape. Mas no hubo respuesta. Como todo ser humano, intenté deshacerme de la idea de que iba a ser como el rape.
Esa agua seguía sonando. Pero al igual que la vela, iba cesando su tarea. ¡Vecinos!, grité. No vendrían. No me darían ni un poco del agua del jardín para retomar ánimos. Adiós. El cuchillo realizó su tarea, digo. Yo no fui culpable. Pero cuando recuerdo esa fotografía en el espejo, sé que lo fui. Él fue el asesino. Encerrado, ni el oro ni la grandeza me salvaron. Maldecir es lo que me quedaba. Maldecir esa vida, algo que nunca entenderé. Pero, sin embargo, veo una luz, siento un beso, el pescado desaparece, la casa, los cuadros, las esculturas, el oro, todo. El agua cesa.
La vela se había apagado y el viento había cesado.

lunes, 30 de abril de 2012


¿JUGAMOS A LA GUERRA?
      General, la guerra ha empezado– dijo el soldado Frankaïzer.
      ¿Ya? ¿Hoy? ¿No era mañana?– gritó el general Místourrer.
      General Mistóurrer, el enemigo nos avisó de que la guerra podía ser hoy o mañana – contestó el soldado.
      ¡General Mííístourrer!–gritó enfadado el general.– ¡Este enemigo! ¡Ah, como lo odio! Siempre cambia las cosas y cuando le da la gana.
      El Gobierno está avisado, general. Dice que la guerra se desarrolle en secreto hasta que ellos lo digan. Aún tienen que avisar a la prensa. Ya tienen titular, de esos que alarman tanto a la gente: “Guerra Mundial estalla, 300.000 muertos. Conflicto empieza entre Jabugania y Patanegronia” – dijo riéndose el soldado.
      Bien, así me gusta – contestó firmemente el general jabuganiano.
La puerta se abrió y entró el general Fungarkël, el enemigo patanegronés. El general Místourrer y el soldado Frankaïzer se acercaron a él para saludarlo.
      ¡Hombre! ¿Qué tal se encuentra don Fungarkël? Sabe usted que hoy toca guerrilla, ¿eh?– dijo Místourrer riéndose.
      Sí, eso me han dicho. Fíjese que hoy tenía que ir al supermercado, no sabe que buena excusa esta de la guerra… Bueno, venía a preguntarle, ¿sabe usted quién es el bueno y quién es el malo esta vez?
      A mí me ha dicho el Gobierno, que posiblemente esta vez los malos somos nosotros…– dijo el soldado Frankaïzer.
      Pues que así sea. Debo irme a organizar las tropas y a beberme unas copas para estar bien borracho para esta tarde – contestó el general Fungarkël.
      ¿A beber? ¿Usted? ¿Para ahogar las penas o para luchar sin conciencia de nada?– preguntó Místourrer.
      Para las dos cosas. Bueno, hasta luego– respondió el general Fungarkël saliendo de la sala.
Todo estaba ya previsto. Los Gobiernos se habían dado cuenta de que hacía mucho tiempo que no ocurría ninguna guerra. Por eso, habían decidido declarar una a nivel internacional. La causa era por los bigotes. Todo aquel que portase un bigote sería desembigotado. Porque en aquella época, la moda era llevar bigote y demasiada gente lo llevaba. “No puede eso seguir así, son una plaga”, decía el Gobierno . Pero para evitar que la gente se afeitase, la guerra se hizo por sorpresa.
      General Místourrer, las tropas han sido convocadas y se disponen a recibir sus órdenes– dijo el soldado Frankaïzer.
      Quiero que mis tropas estén equipadas con la mayor artillería que se haya visto nunca: escopetas, tanques, metralletas, revólveres, escopetas estancadas, tanques escopetados, metralletas revolveradas y revólveres metrallados. También, quiero que vayan con espuma y cuchilla de afeitar en mano. Pero, por favor, nada de masacre. He recibido órdenes de que esta guerra sea leve y no extremadamente violenta. La artillería será usada solo en caso de que se dé La Orden de Masacre. Eso sí, luchen con valor porque son ustedes hombres de verdad como yo – dijo emocionado el general Místourrer.
      ¡Sí, mi general! ¡Victoria habrá para los “nothings”!– gritó convencido el soldado.
      ¿Los “nothings”? Menudo nombre que nos ha puesto, aunque me gusta. Ahora, querido Frankaïzer, vaya a la guerra y sirva a su patria jabuguiana como gran soldado que es – dijo solemnemente el general.
El soldado salió “espucuchilla” en mano a la guerra. El general se sentó en un sillón a fumarse un cigarrillo cuando, de repente, recibió una llamada telefónica.
      Al habla el presidente– dijo una voz.
      Buenos días tenga señor presidente. Al habla el general Místourrer.
      Estoy orgulloso de usted, general. Estoy ahora mismo viendo por la televisión a miles de patanegroneses siendo afeitados y sufriendo por ello. Pero general, esto no es aún una guerra de verdad, quiero que dé La Orden de Masacre. Quiero que extermine a todos aquellos impuros que portan malvadamente esos pelos ridículos y provocadores, ya sean rectos, alargados, curvos, gruesos, finos, afilados como cuchillas… Y da igual de qué país sean, acabe con todos los bigotudos. Son demonios señor Místourrer, nos van a invadir, ¡quieren obligarnos a que nos embigotemos!– decía, con más enfásis cada vez, el presidente.
El general, lo estuvo pensando un rato. La decisión era difícil. Acababa de ver hace un rato a su homólogo Fungarkël, que era bigotudo. Místourrer había vivido muchas guerras pero nunca una como esta. Había dado órdenes, pero nunca una como la que tenía que dictar en unos instantes. De repente, Místourrer levantó la cabeza y sintió que era su deber. Tenía que hacerlo. Por su patria y por los “nothings”. Si no lo hacía, no había guerra. Eran las órdenes del presidente, juntos pasarían a la historia. Se levantó bruscamente y se dispuso a llamar. El presidente lo había convencido.
      ¿General Fungarkël? Místourrer al habla– dijo muy seriamente.
      ¡Hombre! ¿Qué tal se encuentra?– respondió amigablemente Fungarkël.
      No estoy de broma, señor. Es usted un bigotudo repugnante, malévolo y satánico. General Fungarkël, sepa usted que he dado La Orden de Masacre. Sepa que le declaro una guerra a muerte– contestó gritando el general.
      Si usted lo quiere, así será. Le recuerdo que, en esta batalla, el papel de los buenos lo teníamos nosotros y ustedes pasarán a la historia siendo los malos. Y no crea que esta guerra acabará como las anteriores. No. En esta, quedará usted como el malvado general de los “nothings”. Y permítame que le diga que mi ejército no se rendirá hasta haberles pegado a todos un bigote bien grande y peludo– dijo Fungarkël antes de colgarle en las narices a Místourrer.
El general Místourrer enfureció. Se levantó y se dispuso a dar un discurso. La prensa, la radio y la televisión llegaron de inmediato.
      Queridos ciudadanos, vengo a anunciarles que estamos en una guerra. Una guerra contra todos los despreciables bigotudos que viven entre nosotros. He hablado recientemente con el señor presidente, con el que he llegado al acuerdo de ordenar La Orden de Masacre. Todo aquel que porte un bigote, aunque sea diminuto, aunque sea pelusilla, será exterminado.
Millones de ciudadanos partieron a combatir. El general Fungarkël anunció, para contraatacar, que todo aquel que llevase pelo hasta los hombros sería mutilado. Que todo aquel que fuese de pequeña estatura, sería asesinado. No le quedó otra opción que suicidarse.
La Iglesia Imberbiana se puso del lado del general Místourrer, diciendo que era una impureza y una ofensa a Dios portar un bigote. Que no era más que un símbolo provocador e impropio de la raza humana.
En los campos de batalla, la sangre reemplazó a la espuma. Pasó de haber pelillos a haber cuerpos ensangrentados. La guerra se convirtió en una verdadera masacre.
Hasta que un día, un señor con medio bigote llamado Tobacco creó lo que se llamó la Rebelión. Después de años de batalla, Tobacco reunió un ejército rebelde, que terminó por aceptar la ayuda del ejército de Fungarkël, que en esos momentos era dirigido por su hijo Monsipaül. Finalmente la guerra acabó con la victoria de los Rebeldes y de los Bigotudos. Tobacco y Monsipaül pasaron a la historia como héroes. El general Místourrer se suicidó tirándose al mar, para evitar ir a la cárcel o, aún peor, ser embigotado. El presidente de los “nothings” fue encarcelado de por vida. Fungarkël tenía razón, pasaron a la historia como los malos.
Después de la guerra, vinieron años de paz. Pero el ser humano no podía soportarlo. Monsipaül acordó con Tobacco una batallita que pasó a ser una gran guerra. Y así continuaron siempre. Ambos cometieron atrocidades. Esta vez, el papel de malo lo tuvo Monsipaül. Tobacco cumplió su papel de bueno hasta que, como Fungarkël, perdió la cabeza y empezó a dictar todo tipo de órdenes a cual más disparatada. Obviamente, no quiso pasar a la historia como malo y se alió con los Revolucionarios. Todo esto fue cíclico, hasta que la bomba estalló.
El mal jugador siempre intenta ser lo mejor posible. A veces lo consigue, haciendo trampas. Pero no deja de ser malo, sobre todo si se juega a la guerra.

                                           SÓLO MAR Y AMOR
El Sr. Harrison decidió no contestar a la llamada, pese a que eran las cinco de la madrugada. Por culpa de esa maldita llamada, no conseguía dormirse. Decidió salir a pescar, una de sus aficiones favoritas. Puesto que la pesca esa mañana no tenía éxito, intentó dormirse de nuevo en la barca y lo consiguió. Tres horas después, el Sr. Harrison despertó y se dio cuenta de que la caña de pescar se le había caído al agua. Apenado y con rabia, remó hasta su casa. Al llegar fue de inmediato a los cajones del armario, donde guardaba su escaso dinero. Maldijo la miseria de dinero que tenía y fue a preparar su desayuno. Una vez terminado, se dispuso a partir hacia Avonmouth, donde a lo mejor podría conseguir una nueva caña de pescar. Esa mañana, a diferencia de muchas otras era soleada, lo que aumentó su agotamiento. Una vez en Avonmouth, preguntó a un señor por una tienda en la que pudiese encontrar una caña de pescar:
– ¿Disculpe, sabría decirme dónde puedo encontrar cañas de pescar, por favor?
– ¡ Claro que sí, yo soy pescador y vendo cañas de pescar!– dijo el señor alegre por tener un cliente.
Harrison siguió al hombre, agotado. Pidió una silla nada más llegar, se sentó y observó las distintas cañas de pescar expuestas y, sin dudar, escogió la primera.
– Me gustaría comprar esta – dijo Harrison dejando en el mostrador las monedas.
– De acuerdo, ya que es el único comprador que tengo desde hace meses, con las escasas y poco valiosas monedas que tiene, la caña es suya – dijo el vendedor.
Aunque estaba cansadísimo, se puso en pie, estrechó la mano del vendedor, le agradeció la oferta, pagó y partió.
Llegó a su casa cuando ya el crepúsculo dejaba paso a una oscuridad absoluta. A pocos metros de su casa, escuchó el mismo sonido que le había quitado el sueño. Sin ganas, corrió a saber qué motivo era el de la maldita llamada.
– El Sr. Gene Harrison al habla, ¿ cuál es el motivo de su llamada?
– ¿ Me reconoces?– le dijo una voz femenina.
– Disculpe, ¿con quién hablo?– preguntó Gene.
– ¿ Ya no reconoces la voz de tu mujer, Gene?– le dijo la voz.
– ¿Judith? No, no, no. No, n… no es po… po…sible, ¡ Judith, eres tú de verdad, tanto tiempo creyendo que habías muerto!– gritó Gene eufórico.
– ¡Qué alegría volver a oírte, Gene! Tengo tanto que contarte, tanto de que hablarte, creía que jamás volvería a verte. Estoy en Londres, voy a comprarme un billete de avión de inmediato. Tengo tantas ganas de verte…– le contestó Judith.
– Yo también, no sabes cuántas. Llega cuanto antes. Quiero que me expliques tu desaparición, lo que te pasó luego…
– ¡Claro que sí! Pero es tan largo y es tan tarde… No seamos tan impacientes, cogeré el primer avión hacia Bristol, ahora necesito descansar– le dijo Judith.
– ¡Qué alegría, de verdad! Llega cuanto antes, cariño.
– Intentaré hacerlo. Buenas noches, Gene– le dijo Judith.
Cuando colgó, gritó de alegría y salió afuera a correr, sin importarle su avanzada edad. Tal era su alegría, que al meterse en la cama no conseguía dormirse, otra vez. Al día siguiente se levantó sin haber dormido mucho, pero aún así no tenía sueño. Lo primero que quería era llamar a Judith.
– ¿ Judith?– dijo el Sr. Harrison.
– ¡Gene! Justo iba a comprar el billete. Intentaré coger un vuelo para esta noche– le dijo Judith.
– Perfecto. Simplemente quería saber como estabas… ¿Sabes lo que podemos hacer? – preguntó Gene.
– ¿ El qué?– le dijo Judith impaciente por saber la respuesta.
– ¡Voy a llamar a Marion para que venga también, pero no le diré que estás aquí. Así, cuando llegue, se llevará una enorme sorpresa– explicó el Sr. Harrison.
– ¡ Qué idea tan estupenda! Llámala ahora mismo, no perdamos tiempo. Yo me voy ya. Adiós, Gene– le contestó emocionada Judith.
Se despidió de su mujer y se dispuso a llamar a su hija.
– ¿ Buenos días, quién es?– dijo una voz aguda.
– ¿ Marion Harris al teléfono?– respondió Harrison.
      ¡ Padre, qué tal estás! Hacía mucho tiempo que no hablábamos.
      – ¡De maravilla! Tal como has dicho, hace mucho tiempo que no hablamos, ni nos vemos, así que me gustaría que vinieses a visitarme– dijo Gene.
– ¡ Fantástico! Me encantaría ir a verte. Estoy en París, así que cuando quieras que vaya…
– ¡ Coge el primer vuelo hacia aquí!– la interrumpió alegre Harrison.
– Vale, vale. Salgo ahora mismo por un billete, intentaré llegar mañana. ¡ Hasta pronto!– exclamó Marion muy contenta.
El Sr. Harrison se despidió y colgó. Estaba muy alegre, aunque poco a poco fue invadiéndole el sueño. Se levantó sobre las dos de la tarde y almorzó. Después, fue a darse una vuelta por la playa. Había dormido demasiado, así que, sin importarle de nuevo su avanzada edad, empezó a correr alrededor de la playa, lleno de energía. Al caer la tarde, se sirvió un whisky y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, Gene se sentó en la mecedora del jardín a esperar la llegada de su querida mujer. Pasaron tres horas, hasta que vio a una mujer que corría hacia él con los brazos abiertos. Él corrió hacia Judith y la besó. Entraron en la casa y Judith le contó su historia: cuando llegó a Polonia, ese 13 de agosto de 1939, Judith no pudo suponer que los soldados nazis invadirían Polonia el 1 de septiembre. Cuando ese día llegó, Judith no pudo salir de Polonia y quedó encerrada en ese país. Estuvo escondiéndose durante mucho tiempo. En 1945, Judith fue puesta a salvo por unos soldados británicos. Después de otras muchas aventuras, pudo al fin reunirse con su marido.
Judith le dijo a Gene que divisaba a lo lejos a Marion y él le pidió que se escondiera en el huerto, que él la iría a buscar con el pretexto de que se le había olvidado algo en el huerto. Judith se escondió y llegó Marion corriendo.
– ¡ Padre, qué alegría, cuánto tiempo!– gritó Marion muy contenta mientras le abrazaba.
– ¡ Marion! ¿Qué tal estás?, pasa adentro– dijo Harrison señalando la casa – se me ha olvidado una cosa en el huerto, ahora mismo vengo.
Marion entró y observó la casa detenidamente. Al cabo de un rato, le pareció oír a su padre hablar con alguien, se asomó a la ventana y ahí estaba su padre hablándole al viento, a la hierba, no sabía a qué. Éste abrió la puerta de golpe y gritó:
– Marion, ¡saluda a tu madre!
Marion no supo que decir, su padre estaba solo. Marion empezó a llorar y su padre dijo entusiasmado:
– ¡ Me alegra tanto veros de nuevo juntas!
– Padre…No… Mamá no está aquí– murmuró llorando Marion.
El Sr. Harrison se sentó, miró a su alrededor y, desesperado, rompió a llorar. Su hija le abrazó y le preguntó:
– ¿ Qué vas a hacer ahora, padre?
– La vida es como un sueño y esto es una pesadilla– contestó Harrison con la mirada perdida.
Un año después, Gene Archibald Harrison murió. Un instante antes, apenado, se preguntó por qué se vive si luego hay que morir.
Judith le esperaba con los brazos abiertos.

FIN

domingo, 29 de abril de 2012

Bienvenidos al Blog Rush, que no es un blog con prisas, sino una alusión a la película The Gold Rush de Charles Chaplin. En este blog se publican relatos, poemas, artículos, etc. Escritos por Louis Malthet. 
Espero que os guste.
Louis.