martes, 22 de mayo de 2012


EL ESTADO DE TOOLE
La señora Toole no era muy dada a salir de su casa. Era una de esas ancianas que no soportan la luz del día, que les recuerda a la vida. Una de esas señoras que no soporta el diálogo de personas que han vivido, al igual que ella. Era una señora encerrada. Apenas salía de su casa. Ochenta años saliendo de su casa. Es una actividad aburrida. Solo salía para ir a comprar lo necesario, como la comida. Gustaba de quedarse sentada en un sillón verde, un poco raído, espacioso, cómodo. No hacía nada más. Ni siquiera contemplaba la habitación, ni le agradaba recordar tiempos pasados en los cuadros o muebles. Es más, lo detestaba. Fijaba su mirada en un punto de la habitación, fuera el que fuera, y se apoyaba en él. Es decir, no lo contemplaba. Solo era un sostén para sus ojos. Un instrumento para mantenerlos ocupados mientras pensaba. Apretaba los labios y levantaba la cabeza. No hacía más. Si una persona hubiese entrado en esos momentos, no hubiese sabido si estaba viva o muerta. Su expresión estaba muerta, pero su presencia autoritaria demostraba vida. Un muerto no demuestra autoridad, solo pena o alegría. La señora Toole imponía su autoridad sobre el silencio de la sala, silenciándolo aún más. No quería escuchar. No quería sentir. Era un ser inerte pero no ciego. Podría pensarse que la señora Toole deseaba la muerte. Pero es todo lo contrario. Toole se aferraba a la vida al igual que a su sillón. No quería vivir ni morir. Siempre buscamos una solución: vivir o morir. Algunos prefieren permanecer en vida y sufrir. Otros son más curiosos y gustan de tumbarse y contemplar mediante una visión desconocida. La señora Toole estaba cansada de obligarse a elegir, entre dos cosas que no la complacían. Toole permanecía en su sillón sin querer vivir ni morir. Desde principios de la Historia se han hecho elecciones entre vida y muerte. Al principio del juego, gana la vida. En mitad del juego, no hay un ganador habitual. Al final del juego, gana la muerte. Es un juego complicado y todos deben jugar. La señora Toole rompió las normas y siguió su propio camino. Toole era un ser diferente. No vivía ni moría. ¿Cómo consideramos el intermedio de una obra de teatro o de una ópera? No permaneces en la obra, pero no estás fuera de ella. Eso sí, se define con la palabra entreacto. El estado de Toole aún no se ha definido. Es la llegada de un artista que revolucionaría el mundo y que jamás se llega a conocer. Grandes escritores, mayores que Shakespeare o Cervantes, que no tuvieron ocasión de vivir ni de mostrar al mundo sus escritos. Solo son sombras en la Historia, que por más que se intente, no se van a iluminar. El estado de Toole, que es como lo defino yo, es ese artista del que he hablado antes. Pero, solo yo lo conozco. Nadie más. La señora Toole ya ha muerto y con ella su logro, su trabajo, su estado. Ha desaparecido. Nadie lo tuvo aparte de ella. Nadie sentirá lo que ella tuvo. Conozco ese misterio, pero nunca lo entenderé. Porque tarde o temprano, también moriré.

miércoles, 2 de mayo de 2012


PARA APAGAR EL CIGARRILLO
Pobre señora Davis. Bajo ese paraguas negro, en el que como flechas las gotas caían. Vestía como siempre aquella gabardina y sus medias negras, con zapatos de tacón del mismo color. Siempre aquella cara. Aquel pelo rubio rizado canoso, cortado hasta los hombros. Ojos negros y absorventes, que le daban a uno la impresión de que estaba encerrado en un cuarto oscuro sin salida. Aquella boca tan caída, como un gesto de tristeza típico del teatro. Pintada de aquel rojo poco llamativo. Las arrugas estaban esparcidas por su cara, blanca como el marfil.
Veía a la gente apresurada caminando. La mujer con sus dos niños, con bolso de piel de cocodrilo, cabeza altiva y orgullosa, a pesar de no poseer una belleza impactante. Los niños no eran tampoco querubines. Aquel era repelente, repitiendo constantemente burlas a su hermana. La niña, obviamente harta, lloraba y agarraba del abrigo de visón a su madre, suplicando un castigo para su hermano.
Aquel señor con sombrero negro, sin paraguas, con paso decidido, maletín negro de piel, elegantemente vestido, con cara simpática, hollo en la barbilla y sin una sola mota de vello en la cara. Saludó con sonrisa pícara, dibujando dos hollos en sus mejillas, a la señora Davis, quien sorprendida de esa sonrisa tan encantadora, devolvió amablemente el saludo. Al instante, el señor, pasó delante de ella y desapareció su sonrisa. Parecía haber olvidado lo hecho. Davis se sintió extrañada de aquella conducta y su boca, bajó aún más.
Aquella pareja de jóvenes, besándose con pasión, junto a la farola polvoriente. Felices parecían y lo eran.
Esa joven pasó rápido. Lloraba sin pausa. Cubría su rostro con sus manos que temblaban. Davis, sintió compasión y se acercó a ella, con ánimos de consolarla. La chica no notó siquiera su presencia y continuó su camino.
Por último, esa pareja de ancianos, cogidos del brazo, sin dirigirse la palabara. Rostros arrugados, con marcas de la vida. Aquel sombrero pequeño que llevaba el señor y su bastón de madera clara, le hacían bastante divertido. La anciana con gafas redondas y pelo rizado blanquecino como nieve, le daban un aspecto agradable. Pronto, entre sonrisas, reanudaron una conversación que posiblemente habían abandonado por no se sabe cuál motivo, minutos antes de pasar frente a la Sra. Davis. Esto, la hizo sonreír tristemente. Qué extrañas eran las parejas de ancianos para ella.
Entre esa lluvia y esa gente, Davis estaba sola. Su cigarrillo la mantenía en pie. Miró al cielo. Aparte de ver palomas y humo negro como la tinta, vio lágrimas perderse con las suyas. El sol se podía ver brillante, aunque se escondía entre las grises nubes. Volvió a mirar la dirección de la calle por la que pasaron estas personas tan singulares aunque a su vez peculiares y gritó de alegría. Vio a ese hombre, con sombrero gris estilo Fedora, con unos pantalones elegantes de un color negro oscuro. Su sonrisa calentaba el día, sus ojos lo alegraban. Extendió sus brazos, en ademán de abrazar. Su sombra clara y brillante, su imagen divina. Lanzaba las flechas de Cupido a los caminantes y enamoraba a la mismísima Afrodita. El sol se apagaba junto a él y la luna se ennegrecía. Davis, dejó que unas lágrimas escaparan, pero esta vez, expresando alegría. Su boca cambió. Parecía una típica sonrisa de actriz de cine.
Mas ese hombre no pasó frente a ella. Su marido, no cruzó el paso de cebra. Desapareció como lo hace el sol, a la hora de acostarse. Su brillo desapareció, se esfumó en el viento. Davis lloró. Pero lágrimas de tristeza. Su boca se derrumbó de nuevo. Debía acabar con todo aquello. Borró sus recuerdos como pudo, secó sus lágrimas y apagó su tercer cigarrillo. Observó de nuevo la calle. La lluvia seguía con toda su energía. Dos personas más pasaron y la calle quedó vacía. Davis estaba sola. Junto a esa farola, en la que alguna vez había besado felizmente. Miró con sus ojos semicerrados, esa soledad. No había espaco para tan poco en su corazón. Suspiró.
Todas las mañanas, esperaba al mismo hombre, en el mismo lugar, miraba la misma gente pasar, junto a esa farola frente al bar. Todas las tardes solía llorar, al no ver al hombre llegar. Todas las noches, esperaba a la Muerte, a quien pronto iba a visitar. Paciencia.
Pero esa tarde, pensó en el final. Se acabaron sus ganas de esperar, sabiendo que él no iba a llegar. Sus miembros heridos por el frío de las gotas al caer, hartos estaban de esperar, para dar amor, abrazar, sentir de nuevo aquel ser que en el pasado tuvo que fallecer.
Ese dolor que sentía, de repente, desapareció. Suspiró y volvió a hacerlo. Cerró el paraguas, apagó el cuarto cigarrillo y caminó hacia su portal. Ya lo había decidido. Tenía que dejar de pensar en ello. Pero, ¿después de años iba a dejarlo ahora?No. Como todos habremos hecho alguna vez, intentó olvidar y renacer. Pero nunca se olvida, aunque se empieza. Pero no se termina. Cuando entró en su apartamento, fue empujada por su sufrimiento. No tuco fuerzas, ni quiso levantarse. “Adiós, señora Davis”- dijeron la madre, los niños, los ancianos, el señor del maletín y los enamorados al mismo tiempo. El sol anaranjado se acostó. Esta vez para siempre.

LA CORONA DEL REY
Estaba sentado, en mi silla anaranjada, frente a un rape frío y fresco como el hielo. Recuerdo como si la viese ahora mismo con mis propios ojos, una noche veraniega, en la que el calor dominaba la ventisca que entraba por una de las ventanas de mi comedor. Suave se oía el viento, brillantes se veían las estrellas, pero frío me sentía.
Como una luz apagada y encerrada que jamás saldrá de su encierro, estaba sentado sin apenas degustar el pescado tan repugnante que se mostraba ante mí. 
Mi mirada se fijó de en un espejo. Vi una figura blanca como el talco, lúgubre como un fantasma y apenada como un alma errante sin destino. Aguzando bien el oído, pude percibir ciertos sonidos provenientes de un lugar seguramente cercano, pero de un sonido lejano como el eco. Me di cuenta de que aquellos sonidos eran un lamento. Como todo ser humano, intenté deshacerme de la idea e inútilmente olvidar ese supuesto sonido tan frívolo y desagradable.
Aunque todo ser u objeto descrito anteriormente se ha calificado de frío, la temperatura era ardiente como el magma. Mas poco a poco, el aire se volvió helado como un glaciar entero. Sobre todo, oíase aún aquel lamento tan detestable.
Paralizado me quedé como se queda alguien cuando fallece. Ese lamento era extraño. No concordaba con nada. Mis vecinos no suelen reproducir esas escenas. En realidad, no tengo vecinos. Ese lamento, a medida que pasaba el tiempo fue siendo en mi cabeza varias cosas desde el “tic-tac” del reloj hasta los ladridos de un can deprimido y alejado del mundo. Finalmente, supe que era agua. Agua que caía como lágrimas. “Una fuente llorona”, pensé. Mas no tengo fuente en el jardín. De improviso, esa agua chorreó como lava de un volcán, vivaz y energéticamente. Noté mi mano temblar, al acercarla hacia la copa de cristal, con apenas dos gotas de vino.
Miedo. Miedo sentí. Desearía ser el Sol y esconderme detrás de la monumental Luna. Indefenso me sentí. Me gustaría ser la fiera frente al gladiador, con coraje y defensa.
Pasó a ser un tintineo, escalofriante, claro. Sonaba en la madera. Me fijé en una vela, posada en la larga mesa de invitados que tenía, que acogió sólo a su dueño en toda su dichosa vida. La cera se acababa, caía como lágrimas. La luz que emitía, disminuía.
Me puse aún más pálido. En el rape chorreaba esa agua magmática y rojiza. Era sangre, proveniente de mi vientre. Comprendí por fin que aunque llamase a mis vecinos, nada sucedería. Ellos son odiosos. No harían nada por mí.
Volví a mirar débilmente la imagen en el espejo. Esos ojos negros y profundos, tez blanca como la nieve, labios sin vida, que besaban por última vez, a su nueva amiga, la muerte. Observé ese cuchillo bañado en oro, que tan feliz quise que me hiciera y que jamás llegó a acabar una simple comida. Observé a duras penas, el ojo del rape. Ese pescado tan extraño y con aspecto espectral, miraba a algún lugar, indefenso y miedoso. ¡Qué quieres decirme!, pude gritar al rape. Mas no hubo respuesta. Como todo ser humano, intenté deshacerme de la idea de que iba a ser como el rape.
Esa agua seguía sonando. Pero al igual que la vela, iba cesando su tarea. ¡Vecinos!, grité. No vendrían. No me darían ni un poco del agua del jardín para retomar ánimos. Adiós. El cuchillo realizó su tarea, digo. Yo no fui culpable. Pero cuando recuerdo esa fotografía en el espejo, sé que lo fui. Él fue el asesino. Encerrado, ni el oro ni la grandeza me salvaron. Maldecir es lo que me quedaba. Maldecir esa vida, algo que nunca entenderé. Pero, sin embargo, veo una luz, siento un beso, el pescado desaparece, la casa, los cuadros, las esculturas, el oro, todo. El agua cesa.
La vela se había apagado y el viento había cesado.